Tus deseos son órdenes

Publicado por Delfín

18/9/08


La de hoy es una entrada atípica. Más extensa, y menos personal. Danae me pide que escriba una historia, y me da sólo estas cinco palabras: ciudadano, río, ópera, sumisión, y amante. Hoy manda ella, y yo -amante fiel- obedezco. Aquí está tu historia, amor...

Muchas veces, en sus largos paseos por la alameda, a las afueras de la ciudad, quedaba absorto por unos instantes. El sonido lejano del río, le traía los ecos de aquel otro arroyo, arrebatándole sus escasos minutos de tranquilidad. A pesar de los años transcurridos, el murmullo del agua le provocaba de inmediato una profunda tristeza. Aquel día además, la certidumbre de que el pasado regresa siempre -certidumbre impresa en el papel del diario matinal- hizo de aquel sonido un doloroso trance. Apoyado en un álamo, se estremeció al recordar por primera vez en décadas el rostro aterrorizado de Silvana. Sus ojos suplicantes. Sus manos, tratando de apartarle inútilmente. La había visto cruzar el arroyo muchas veces, desde los edificios destinados a la servidumbre. Y muchas veces había observado con avidez la incomparable belleza de sus piernas. La deseaba. La deseaba desde siempre. Y en su condición de heredero del dominio, sabía que era suya.

Aquella mañana la esperó en silencio entre los cañizos. Cuando la vio llegar, se interpuso de pronto, cortándola el paso, mientras la miraba con el deseo acumulado durante años. Nada más verle ella lo supo. Trató inútilmente de pasar a su lado, resistiéndose cuanto pudo. Pero sabía que era inútil. Su destino, marcado a fuego desde su nacimiento, era servir a su señor. Sumisa, terminó cediendo por completo, mientras dejaba escapar la vista entre las ramas de los sauces, meciéndose al compás de las hojas lejanas, hasta que aquellos empellones salvajes de cipote joven le parecieron un eco lejano y extraño. Apenas duró unos minutos. Él se levantó envuelto en una incomprensible desazón. Aquel hambre de años, había sido saciado en un instante. Pero dejó tras de sí una extraña sensación de vacío que habría de acompañarle para siempre.
No volvió a tocarla. Silvana se marchó algunos días después. Se levantó temprano. Besó en la frente a su padre y a su madre, y cruzó los límites del señorío envuelta en lágrimas, sin mirar una sola vez atrás.

Después de la guerra, él terminó fijando su residencia en la ciudad; en parte para ocuparse mejor de sus negocios, y en parte para alejarse de aquellos paisajes de su juventud, que tanto le trastornaban. Con los años, el recuerdo de aquella mañana se convirtió en un fantasma terrible, que volvía una y otra vez, para meterse en cada cama, junto a cada mujer, perturbándole siempre. No se caso nunca. Carmela, su última amante, se lo había dicho en cierta ocasión: -te pasa algo siniestro cuando te corres; algo que te hiela por dentro. Puedo notar ese frío en tus ojos...

Pese a todo, había conseguido sobrevivir con aquella culpa lejana clavada en su alma. Con el tiempo se convirtió en un ciudadano corriente, ocupado en sus negocios, en las tertulias alargadas del casino, y en sus largos paseos al atardecer. Y vivió sin demasiados sobresaltos. Hasta aquel día.

Se detuvo en la página doce, y supo nada más verla que era ella. Silvana de Soto. Silvana. Mirándole fijamente desde la sección de espectáculos del diario local. Su cuerpo era más voluptuoso. Su rostro tenía la altivez propia de una vida experimentada y resuelta. Pero reconocería esa mirada entre un millón. Silvana de Soto, la incomparable mezzosoprano que había puesto en pie a media Europa –decía el diario-, haría el papel de Sesto, en la Clemenza di Tito, la ópera de Mozart que abría la nueva temporada en el Gran Teatro Central. Se sintió conturbado. Por más que lo intentó, no pudo imaginar qué azaroso camino habría llevado a aquella adolescente silenciosa y esquiva a alcanzar una gloria semejante. Pero no cabía duda: era la misma persona. Durante horas, se debatió indeciso y angustiado. El pavor de ser reconocido; de ser recriminado por un acto que había conseguido enterrar en el rincón más profundo de su ser, lo aterraba sobremanera. Pero necesitaba verla. Por encima del terror, pudo más su íntimo e inconfesable deseo de volver a estar cerca de aquella mujer, y la urgente necesidad de indagar en su rostro los rastros de tan inconcebible transformación.

La tarde del estreno acudió a la hora exacta; con la intención de confundirse entre la multitud que entraba en masa al espectáculo. Se sentó en una fila intermedia del patio de butacas, con la esperanza de poder observarla de cerca sin el riesgo de ser reconocido. Habían pasado muchos años.

Hubo un instante en que sus ojos se cruzaron. Un instante fugaz, apenas un segundo. Pero se estremeció de los pies a la cabeza. No supo a ciencia cierta si ella le había visto, y mucho menos si había descubierto en su rostro avejentado las trazas de aquel muchacho impetuoso que fue en otro tiempo, hasta el instante en que uno de los acomodadores se acercó para transmitirle con discreción un escueto mensaje: si el señor lo tiene a bien –dijo-, la señorita de Soto le espera en su camerino.

Se le heló la sangre. Sintió como sus piernas le temblaban mientras avanzaba entre bastidores, hasta alcanzar la puerta del camerino. Ella abrió despacio. Le miró largamente, esbozando una sonrisa extraña. Pasa –le dijo- quiero que veas algo. Siéntate en aquel sillón, al fondo.

Él obedeció sin rechistar. Notó que el aíre le faltaba, y sintió sed. Pero permaneció sentado y en silencio, expectante. Unos segundos después, ella hizo pasar a tres jóvenes admiradores que aguardaban su salida en el pasillo. Los puso en fila, de pie junto a su tocador. Los besó uno por uno, mientras su mano palpaba con destreza la parte más abultada de sus pantalones. Cuando terminó aquella insólita inspección, miró al que estaba en medio: quédate –le dijo- vosotros dos podéis marcharos. Esperó a que los otros salieran y se paró frente a él. Deshizo el lazo de su bata, y la dejó caer hacia atrás. Desde la silla, él pudo ver su magnífica silueta a contraluz, y el temblor incontrolable del joven. Ella se acercó al muchacho. Desabotonó su pantalón, y asió aquel miembro duro y vital entre sus manos. Lo miró, mientras sentía despertar su deseo. Lo metió en su boca el tiempo justo para hacerlo crecer hasta el límite. Después se sentó en un pequeño sillón. Miró al joven, cuya verga empinada aparecía como un grotesco apéndice de su perfil, y le invitó a acercarse. Ven –le dijo- quiero que me folles como si fuera la última vez que lo haces en toda tu vida. El muchacho –espoleado por aquellas palabras- se acercó con un ímpetu ciego, trastabillando su polla entre los muslos calientes y empapados de la diva, hasta encontrar el camino certero. Ella se estremeció ante la furia poderosa de aquella arremetida. Se agarró a las nalgas del muchacho y lo atrajo hacia sí, hundiéndolo en sus entrañas mientras se derretía sobre él. Pronto sintió las primeras sacudidas, apretando cada vez más a aquel joven en celo. Fuera de sí, se dejó transportar sobre la verga hasta alcanzar un orgasmo animal; definitivo.

Cuando el chico salió del camerino, ella recompuso su bata. Respiró profundamente, hasta recuperar la compostura, y se acercó al sillón del fondo, desde el que él había presenciado absorto toda la escena. No te atormentes más –le dijo-, no te llevaste nada, y nunca tendrás nada de mí. Ahora vete. Yo te libero. No vuelvas nunca.

Él se levantó en silencio, y caminó reconfortado hacia la puerta, mientras sentía que la culpa acumulada durante años comenzaba a ceder. Mientras la veía gozar de esa manera, supo que en realidad aquel acto salvaje de su juventud no había conseguido arrebatarla nada: ni un ápice de su fuerza, de su deseo, de su voluptuosa forma de amar. Salió del teatro, y lentamente se encaminó hacia la alameda, atravesando las calles que comenzaban a quedar desiertas. Se sentó entre los árboles, bajo la luna nueva, escuchando la suave cadencia del río, susurrando a lo lejos. Y sintió, lleno de gratitud, que en adelante viviría para amarla. Su dolor se había transformado en la más absoluta sumisión hacia Silvana…

2 comentarios:

Yure dijo...

Me ha gustado mucho, felicidades, además muy original la idea de hacer un ralato cuando sólo te dan unas cuantas palabaras.
http://misrelatoseroticos2008.blogspot.com/

Ana Laura dijo...

La otra cara de la moneda, me hiciste ponerme - por una vez - en el lugar del victimario y no la víctima. Muy bueno.